“Black is black”

Dicen que Sorrentino recuerda a Fellini y que París tiene puntos en común con Sevilla. Entró con unos guantes de lana negros guillotinados. El kiosco de la esquina de Tráfico con la Palmera, no muy lejos del campo del Betis, tiene reminiscencias de película de los hermanos Coen, pero sin nieve de por medio. Hay buen café y prensa y el camarero es eficiente y sobrio, sin conversación innecesaria, como los buenos barberos: «Buenos días». «Buenos días». «Qué va a ser». «Cortado y media con aceite». Que «la simpatía está sobrevalorada» lo vio venir hace tiempo Fátima Rojas. El tipo llevaba el uniforme típico de aparcacoches. El camarero de inmediato llenó un vaso de agua y le sirvió un cortado para llevar. El gorrilla le dio monedas y el camarero le devolvió algún billete. En los bares siempre se agradece la calderilla. El negro estuvo apenas unos minutos, sin lamentaciones a pesar de que en la calle los días apuraban el frío. Con un deje afrancesado comentó la derrota del Betis, que entonces fue frente al Rennes. «No puede ser. Es que no mete un gol al arco de la Macarena. No tiran a puerta. ‘Manque pierda ni manque pierda’, ‘miarma’…». Sin impostura, con naturalidad, el tipo estaba más adaptado a las formas y estados de la ciudad, probablemente, que cualquiera de los defensores de la sevillanía pura y sagrada que rinde culto a la última churrería del Postigo. La luna, según los astronautas que estuvieron allí, huele a pólvora quemada. En París se suspendió un partido de Champions porque un cuarto árbitro avisó al trencilla de que el autor de una infracción era «el negro de ahí», rodeado entre blancos. Los jugadores del PSG se negaron a seguir jugando probablemente por un historial de gestos y detalles –donde dicen que mora el diablo– sufridos a lo largo de sus vidas, por más que cueste imaginar a Neymar –excelso jugador que se ha enfrentado a acusaciones de abusos sexuales– como a Rosa Parks. El mismo Neymar llamó «chino de mierda» a un jugador oriental, y no pasó absolutamente nada. Hubo un tiempo en que todos los europeos fuimos negros. «Hasta mañana». «Hasta mañana». Y a seguir aparcando coches o a poner cafés. «Las emociones están sobrevaloradas, pero las emociones son todo lo que tenemos», escribió Sorrentino. En las ciudades vivas, no todo es lo que parece. Las «gárgolas medievales» de París ni son gárgolas ni son medievales. Son del loco Le Duc, del siglo XIX y se llaman «quimeras». La Catedral de Sevilla también tiene sus grotescos, para expulsar el agua y ahuyentar los malos espíritus. Un señor negro aparcacoches puede ser más sevillano y estar más integrado en la intrahistoria, que decía Unamuno, de una ciudad que los filósofos del sexo del Giraldillo –que podría ser el primer icono trans– con su azahar en la solapa y su palco en la Campana, a poder ser de gañote; o que un hipster de la Alameda perdonando al mundo desde la cima de unas gafas de pasta. Mucho tiene que correr el cambio climático o el coronavirus para que extinga a la humanidad –negros, blancos, amarillos y cuerpos celestes incluidos– antes que la cicuta -conium maculatum- de lo políticamente correcto. Sorrentino se llamaba también un portero italiano que pasó por el Recre. Le llamaban «el abuelo» y le metieron 60 goles en el Chievo Verona sin que consten denuncias por gerontofobia. De momento.

El negro de Tráfico y el portero del Parma

Dicen que Sorrentino recuerda a Fellini y que París tiene puntos en común con Sevilla. Entró con unos guantes de lana negros guillotinados, de ésos que dejan los dedos libres. El kiosco de la esquina de Tráfico con la avenida de la Palmera, no muy lejos del campo del Betis, tiene reminiscencias de película de los hermanos Coen, pero sin nieve de por medio. Hay buen café y prensa y el camarero es eficiente y sobrio, sin conversación innecesaria: «Buenos días». «Buenos días». «Qué va a ser». «Un cortado y media con aceite». «Muy bien». «La simpatía está sobrevalorada», como defiende Fátima Rojas. El tipo llevaba el uniforme típico de aparcacoches, azul y grana. El camarero inmediatamente llenó un vaso de agua y sirvió un café cortado para llevar. El gorrilla le dio monedas y el camarero le devolvió algún billete. En los bares siempre viene bien la calderilla suelta. El negro estuvo apenas unos minutos, sin lamentaciones a pesar de que en la calle los días apuraban el frío. Con un deje afrancesado comentó la derrota del Betis la noche anterior  frente al Rennes. «No puede ser», dijo. «Es que no mete un gol a nadie. Es que no tiran a puerta. Manque pierda ni manque pierda, ‘miarma’…». El tipo está más adaptado a la ciudad, a sus formas y estados, probablemente, que esos articulistas defensores de la sevillanía pura y sagrada que rinden culto a la última churrería del Postigo. La luna, según los astronautas que estuvieron allí, huele a pólvora quemada. Hubo un tiempo en que todos los europeos fuimos negros. «Hasta mañana». «Hasta mañana». «Las emociones están sobrevaloradas, pero las emociones son todo lo que tenemos», escribió Sorrentino. En las ciudades vivas, no todo es lo que parece. Las «gárgolas medievales» de París ni son gárgolas ni son medievales. Son del loco Le Duc, del siglo XIX y se llaman «quimeras». La Catedral de Sevilla también tiene sus grotescos, para expulsar el agua y ahuyentar los malos espíritus. Un señor negro aparcacoches puede ser más sevillano y estar más integrado en la cotidianidad de los días -la intrahistoria, que decía Unamuno- que muchos onanistas de teclado, patillas, azahar en la solapa y palco en la Campana; o que un hipster de la Alameda. Sorrentino se llama también el portero del Parma. 

«¿Usted de qué lado calza?»

La clave la dio Ana Velasco -impagable reescribiendo refranes y la mejor maquetadora de la historia, empate técnico con Fátima Rojas-, mientras buscábamos una explicación a las tres tallas de menos del pantalón del novio de Paz Padilla, con el móvil bien  apretao’, en el paseíllo para declarar por el fraude en los fondos de formación en Andalucía. Velasco Fernández-Nieto, que podría haber firmado buena parte del guión de «Amanece que no es poco» pero en serio, aludió a lo que le preguntaron a su marido, Luis Rivera, cuando buscaba chaqué para la boda en la que les casaría un concejal del PP que, paradojas del destino, después se pasó a Ciudadanos, dimitió, volvió y volvió a dimitir. «¿Usted para qué lado calza?» es la duda metódica con querencia existencial. Hay interesante jurisprudencia al respecto. Teniendo en cuenta que el PSOE andaluz y Ciudadanos han firmado un acuerdo para la investidura de Susana Díaz que supone, prácticamente, un corta y pega del discurso de Susana Díaz cuando fue rechazada por primera vez hace más de 80 días, la única respuesta lógica posible es que durante este tiempo Ciudadanos tenía el acuerdo pero «lo estaban peinando». De hecho, Albert Rivera ya frenó en una ocasión el «sí, quiero» del tito Juan Marín. Ahora han pasado más de 80 días con unas elecciones municipales y autonómicas de por medio y C’s ha dicho «sí» a lo que antes decía «no», «lo quiero por escrito», «Chaves y Griñán, vade retro Satana». Parece evidente la solución a la pregunta. «¿De qué lado calza usted, Juan Marín?». Del lado que diga Albert Rivera. Entretanto, con el mismo acabado y el mismo corte que el del emperador de la fábula, Susana Díaz ya le ha hecho un traje a Ciudadanos.

Sevilla 09-06-2015 Susana Diaz, recibe a Juan Marin, de Ciudadanos Foto: Manuel Olmedo

Susana Díaz le ha tomado la medida a Juan Marín. Foto: Manuel Olmedo

En ocasiones, veo socavones (una historia del metro de Sevilla)

La historia de las ciudades se esconde, fugitiva, en las cloacas. Quizás por eso, esta Sevilla milenaria y sin metro tiene hasta su calle de la Virgen del Subterráneo, caminito, cómo no, de la Alameda de Hércules, que es como el reflejo de la cloaca misma atrapado en un cubo de hielo que flota dentro de una copa de ron –con su poquito de limón, ese gran olvidado de la literatura- en el barrio más canalla de la capital del sur de las Españas. Hermosa y viciosa, como la historia de la humanidad, la Alameda condensa la naturaleza humana, como si fuera el decimotercer trabajo que le encargaron a Heráclito, Hércules para los amigos, no sé si antes o después de separar Cádiz y Gibraltar, llanitos y gaditanos, gentilicio de Gadix, y aquí hay que mamar. Quién le iba a decir a Heráclito que con aquel apretón que le dio en lo que creía el fin del mundo hace miles de años estaba poniendo la primera piedra –el primer peñón, perdón- del tráfico de sustancias de un lao’ pa otro de la frontera, que el Winston, el whisky y la gasolina de Gibraltar (español) son más baratos, y la cosa está mu’ mala, como dijo Napoleón a Bernadotte, cuando fue a mear con ese frío que hacía en Waterloo, aquella batalla que muchos años después ganaron las rubias de Abba. Fue llegar a la Alameda el hijo de los dioses y de los hombres y hacerse maricón, fijo. Esta historia también está en las cloacas. Sólo hay que asomarse a los socavones. Sigue leyendo

Elogio de la mancha de tinta en los dedos

Reniegan del polvo y el barro del que nacieron. Dan la espalda a su pretérito imperfecto. Niegan una vez y dos y hasta tres; como dicen que hizo San Pedro. Aprendieron a amar la palabra -la verdad última- manchándose los dedos con la tinta negra de las hojas de periódico con que el mundo envuelve el pescado y las castañas, y nosotros los regalos y los sueños.

Des-soñados, des-memoriados, des-amados. Desagradecidos. Desamparados. Y todo, con razón, la puta que mezclada con sueños -reputa- produce monstruos. Que se enteró don Francisco de Goya y Lucientes, sordo pero lúcido. «El sueño de la razón produce monstruos».

Somos especie en extinción, que dice el maestro Del Pozo; animal herido; vista cansada; ilusión quebrada; querencia desquebrajada. Somos sudor y lágrimas; soldado de trinchera; cronista de sucesos; analista político; editorialista; el que mete el horóscopo y el tiempo. Adictos al café; escondidos tras el alcohol. «Cuchillo sin filo»; náufragos (en un castillo de naipes y) de arena. Denunciamos que denuncian; recogemos la queja, la verdad, la mentira; manipulamos; engañamos; nos vendemos; nos compramos. Como todo el puto mundo, pero por vocación. Pero con vocación.

Aquellos, los de entonces, no son los mismos y -prosa aparte- dan la espalda a su antigua condición de canalla, de plumilla, de periodista. Como el señor Burgos y su ombligo «recuadrado», su agrio envejecer, su chiste forzado diario. «¿Periodista? Yo soy escritor». De libros de gatos. O mi admirado y comprendido Pérez Reverte, con su rabia del 2 de mayo. «¿Periodista?», le dices. «No, nunca; si acaso reportero», contesta. «¿Estilo periodístico, pisha cartagenero?». «No, monsieur. Documental». Reniegan. ¿Por alzheimer en el alma? Por vergüenza torera.

Por los ‘hijosdelagranputa’ que nos miran desde arriba y se llevan el taco calentito cada mes, amparados en el apellido de papá y los ascensores exclusivos para el personal ejecutivo que apesta a sus muertos más frescos, aunque gasten Chanel número 5. Por los acomplejados de la vida preocupados y ocupados en marcar el terreno de su incompetencia. Por la politización exacerbada de los medios; el abuso en el manchar -«manchar, manchar», la gran verdad de Gómez y Méndez-; por los seres sin oficio y con todo el beneficio; sin criterio profesional, educación ni humanidad. Por los palmeros y los que ponen el culo tan barato.

Decía el Gabo, desde Macondo, que el periodismo es el mejor oficio del mundo. Hemingway decía que esta profesión que nos mata, este oficio -el oficio es algo que marca de por vida; así como el minero muere minero, el plumilla muere plumilla-, el arte de juntar letras en los diarios, decía, de contar la vida, es la más bonita del mundo… si se deja a tiempo. Cabe preguntarse si el periódico se deja o te deja, pero, en cualquier caso, considerando que el placer no muere hasta que no se cuenta, un punto hedonista tenemos; y sádico, becados como estuvimos entre Sodoma y Gomorra como reporteros de guerra.

Así las cosas, yo, con mis heridas y mis pupilas cada vez más cansadas, con mi nómina huérfana de ceros y repleta de dignidad y respeto, quisiera tener de nombre y de apellido Carolina y García; Vita y Lirola; Rocío y Vázquez; Claudio J. y Castillo; Ana S. y Ameneiro; Julia y Jiménez; Fátima y Rojas; Fernando y Pérez y Ávila; Jorge y Muñoz; Felipe y Villegas; Manolo y Barea; Daniel y Cela; Isabel y Morillo;Lasida y Miguel; Carmen y Rengel; Patricia y Godino; Paco y Camero; Lucas y Haurie; Juan de la Huerga; Comesaña e Iria; Fernando de Matres; Inmaculada y Carretero; Francisco Correal; Lourdes Lucio; Luz Sánchez y Mellado; José Antonio García Lorca y Sola… Ni los Pérez ni los Revertes me interesan fuera de sus libros y espadas; ni los Burgos desde el tendido nos van a decir qué es un toro, por muchos cuernos que tengan y mala baba babeen, a nosotros que ejercemos de forcados. Nosotros sabemos qué es la pasión, más allá de la Semana Santa.

Estamos en vías de extinción, sí, somos mala calaña; hierba mala que nunca muere; mas no hemos perdido la memoria y el honor y los textos -dos fuentes como mínimo-; y con las hojas de periódico con las que ellos cubren el olor a pescado de sus vísceras, nosotros los periodistas -pobres, humildes, cabrones, caines y mercurios- envolvemos la mentira de la vida para con su verdad mancharnos los dedos y rozar con nuestras yemas los sueños.